Por Andrea Lobos
Charly está sentado frente al piano ubicado en un costado del escenario del Teatro Coliseo. Las luces envuelven su cuerpo tan reconocible y tan distinto a la vez. La modestia no es lo suyo, y celebra la ovación y los aplausos: así me gusta, dice.
El concierto se llama La torre de Tesla en homenaje al científico serbio que en los comienzos del siglo XX construyó una torre a 100 Km de Manhattan, con el objetivo de generar energía y comunicaciones inalámbricas. Fue contemporáneo a Thomás Edison y Guillermo Marconi, pero la historia de la ciencia se encargó de esconderlo.
Yo solo tengo esta pobre antena que me transmite lo que decís
Charly es nuestra Torre de Tesla. Él recibe información, la procesa y la comunica en forma de canciones. Como Tesla, Charly es un inventor que lee el presente para crear un futuro donde existan máquinas como La máquina de ser feliz.
A pesar de que en un tiempo se lo criticó por su falta de compromiso social y político, Charly siempre estuvo conectado con lo que pasaba alrededor. No escribió canciones de protesta, directas y obvias, no era ni es lo suyo. Escribió Dinosaurios que hoy tiene una actualidad conmovedora. Esa noche la cantó mientras se proyectaban imágenes de las Madres de Plaza de Mayo, y el Juicio a las Juntas Militares.
Charly cantó con su voz recuperada, tocó el piano, jugó con la música. Cautivó las almas de 1700 espectadores con canciones de todos los discos. A esta altura ya no es posible hablar de canciones viejas o nuevas, son las canciones de Charly y punto.
No es casual que Charly haya elegido a Tesla como el patrono de su concierto. Sus vidas se parecen de algún modo: creativos, excéntricos, arriesgados. Charly rescata a Tesla y al hacerlo se rescata a si mismo. Es una forma de decir: no me olviden, yo inventé muchas de las mejores canciones que escucharon y van a escuchar.
Larga vida a García.
Charly para mí
A Charly lo vi sola una vez. Fue en los años 90, en un bar que estaba en el Paseo del Sol, a unas cuadras de Av. Santa Fé y Av. Coronel Díaz, en esa esquina estaba el edificio donde vivía él.
Esa noche fui con dos amigas a escuchar una banda que no me interesaba. Acepté la invitación porque no conocía el lugar y porque tenía la esperanza de encontrarlo.
El local tenía el escenario abajo y el bar en el primer piso. Subimos y nos ubicamos en una mesa frente a la barra. El espacio era chico y había un clima pesado como de bar de película de western.
Alguien dijo: llegó Charly. Primero aparecieron unos tipos gigantes, atrás venía Charly, que entró como un rayo al camarín ubicado detrás de la barra.
Mi cuerpo se tensó. Me acomodé en la silla, miré la puerta cerrada del camarín con el deseo de que se abriera y él saliera. Y salió. El lugar estaba a media luz, pero alcanzaba para que nuestras miradas se encontraran. Charly dio unos pasos y se acercó a la mesa. Se sentó. Apoyó los codos en la mesa, los antebrazos larguísimos, terminaban en unos dedos finos y manchados. Estaba vestido de negro, desprolijo, pero era encantador.
Me miró y me preguntó si tenía una cámara de fotos. Le dije que no, que era mi cartera. No me gustan que me saquen fotos, me dijo.
La mirada de Charly tenía rayos X, podía saber que sentías, si lo admirabas, o si lo estabas tratando de loco. Yo lo admiraba, y se dio cuenta.
Quería retenerlo, conversar con él, ¿Pero sobre qué? Me habían contado que no hablaba de música con cualquiera. Así que ese tema estaba descartado. Él siguió hablando.
– Hace mucho que no hablo con personas, me dijo.
– Yo que soy, le pregunté.
– Vos también sos rara, me contestó.
Después me pidió fuego, le dije que no fumaba. Entonces se dio vuelta, antes me pidió disculpas porque iba a darme la espalda, le pidió fuego a otra persona, ahí lo perdí, se levantó y se fue.
Con el tiempo supe que en el mundo garciano ser rara o raro es un elogio.
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