Acostarse y no cerrar los ojos. Escuchar los ruidos de la casa: el motor de la heladera, el reloj despertador y esperar que lleguen los ronquidos de mi padre desde la habitación. Esa era la señal. Ya podía levantarme. Caminaba con las zapatillas en la mano, camina descalza, apoyando los dedos del pie y levantando los talones.
La siesta era ese tiempo-espacio donde la quietud me convocaba a la exploración de placares, bibliotecas, y lugares en los que habitualmente no podía estar.
Fue durante las siestas veraniegas de mi infancia que descubrí el placer de la lectura. Mujercitas fue la primera novela que leí sin parar. Me di cuenta que podía vivir en otros mundos, y no solo vivir, también crearlos con la imaginación.
A la hora de la siesta era el momento para salir a jugar con los amigos del barrio. Cruzar la calle, ir a la casa de enfrente era todo un desafío y una experiencia vertiginosa. Mi casa se veía diferente desde la vereda de enfrente.
A la hora de la siesta me sumergí en el placer erótico de mi cuerpo y otros cuerpos. Era el momento de revelar secretos, de esos que cambian la vida para siempre.
A la hora de la siesta vi por primera vez como la vecina retorcía el cogote de un pollo, y se lo cortó con un cuchillo.
A la hora de la siesta es ahora un espacio para leer, escucha y mirar.
Es mi intención construir un refugio donde podamos compartir lo que nos moviliza desde muy adentro.
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