Tiempo silente

Por Alejandro Canepa

 

   “El hombre que duerme tiene un círculo alrededor, el hilo de las horas, el orden de los años y de los mundos”. Marcel Proust, Por el camino de Swann

 

 

Las situaciones que permiten la transición entre dos etapas diferentes tienen el encanto de los viajes;  son pequeñísimas travesías desde un momento del día a otro. Quizá por eso los amaneceres y atardeceres contengan ese poderío: en sí mismas retienen una parte del día combinada con la que le sigue y así forman una tercera instancia, distante tanto a una como a otra.  También pueden verse como islas, rodeadas por un mar hecho de otra sustancia.

 

Hay una actividad de los seres humanos  que se recorta como propia y que crea un mundo diferente, por el tiempo que dure. Esa actividad interrumpe todas las otras, salvo la de respirar, y habilita una más: la de soñar.  En general es un oasis pero puede ser una rutina: en otras es más un recreo; y a veces funciona como una reparación. En ocasiones en solo una excusa para el placer. Puede convertirse en un premio y a veces en un castigo. Pero no cabe duda de que tiene sus propias reglas que la separa del resto del día.

Es un tiempo donde el cuerpo reduce sus movimientos, salvo por el acomodarse en la cama como un gato,  la respiración que hace temblar la piel y el parpadeo que anuncia la evolución de los sueños.  Ese tiempo puede durar media hora, una, dos, quizá más, o apenas tener quince minutos.3paramuestra taller delta

En mi casa ese horario era durante los sábados y domingos, entre las 15 y las 17, aproximadamente, y no se podía hacer ruido (gritos, pelotazos, etc). La casa se teñía de un silencio que solamente manchaba el sonido de algún auto, el ladrido de algún perro y poco más.  Yo me aburría porque no me dejaba atrapar por el sueño aunque esa situación me inducía a buscar juegos silenciosos o a dibujar con crayones o marcadores.  O también a pasear por el jardín y mirar, solo (y nada menos) que mirar: el musgo que crecía en una pared. Las hormigas que subían y bajaban por ahí.  El helecho que nos había regalado mi abuela Berta y que cada tanto se cargaba de redondos frutos rojos.  La gata blanca, marrón y negra que elongaba al sol, entrecerrando los ojos y también  ella suspendiendo su actividad y creando su propio micromundo.

Ahora que pasó tanto tiempo de esas tardes que combinaban silencios y experimentos, y que mis padres ya no están ni cerca ni lejos,  intento dejarme caer en el sueño después de algún almuerzo, con el deseo de que el mundo, cuando vuelva a abrir los ojos, sea algo más sosegado que cuando los cerré.  A veces lo logro.


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